miércoles, 10 de diciembre de 2008

Reseña. NÚÑEZ BELTRÁN, Miguel Ángel: El magistral hereje. Huelva, Editorial Onuba, 2008


EL MAGISTRAL HEREJE, DE MIGUEL ÁNGEL NÚÑEZ BERTRÁN

Manuel Garrido Palacios
Academia Norteamericana de la Lengua Española

Miguel Ángel Núñez Beltrán nace en Tórtoles de Esgueva, Burgos, en 1955, se doctora en Historia en la Universidad hispalense con La Oratoria Sagrada, y, según confiesa, es andaluz de adopción. En dos trazos corrige un viejo refrán y lo deja en “Con quien naces y con quien paces”, sin exclusiones. Aparte de su tarea investigadora en la Historia de las Mentalidades y en la Edad Moderna, tras publicar varios libros dentro de este ámbito, escribe su primera novela: El magistral hereje, con la que gana el Premio Onuba 2008, galardón cultural insólito, por único, en estas tierras.

Sus páginas retratan la vida de un personaje caído en desgracia por la intolerancia. Una vez más, es la síntesis de una triste historia. Se trata de Constantino Ponce de la Fuente, de San Clemente de la Mancha, formado en la Universidad de Alcalá, que aparece en “la Sevilla esplendorosa del siglo XVI: uno de los focos del humanismo eras-mista”, con tanta fama de buen predicador, que Felipe II hace que lo acompañe en su viaje a los Países Bajos; tiempo también en el que sobrevuela estas latitudes la larga mano de la Inquisición parando todo latido de renovación religiosa y cultural, y cuya mirada represiva no pierde de vista ninguno de sus brillos. Fruto de tan agudo mirar es su decisión de cortar las alas de su palabra y, de paso, de su existencia, por lo que recluye a Ponce en la cárcel del Castillo de San Jorge en Triana.

La novela de Núñez Beltrán no se queda en narrar literariamente los avatares de su personaje, sino que apunta a una escenificación en la que el temor se transforma en terror y la sorpresa en temblor de muerte. En el capítulo de inicio, tras datar la escena en 1558, dice: “Las huestes del santo oficio irrumpieron en la calle de la Cerrajería y asaltaron, en medio de un gran alboroto, la casa del doctor Constantino Ponce. 

El magistral, con un libro en las manos, no opuso resistencia. Se levantó del sillón y con paso solemne quiso dirigirse a la puerta de una habitación contigua. Un soldado se lo impidió. Constantino se acercó a una estantería de libros para coger algunos, pero la justicia inquisitorial se lo prohibió. Los ojos del doctor Ponce escudriñaron el rostro ruborizado del alguacil, conocido suyo. En ese instante dos de la soldadesca lo sacaron a la calle. La algarabía del público y el silencio impotente del magistral recrudecían la tensión del momento. La severa y pacífica mirada del maestro recordaba a los discípulos los augurios que les había anunciado: el acecho de la Inquisición llevaba al aprisionamiento. 

En la marcha hacia el Castillo de Triana, su figura mayestática, flanqueada por guardia armada, caminaba delante de un gentío que profería gritos contra la Inquisición. En la Puerta de Triana, una segunda guardia frenaba el paso de los adeptos al magistral. La comitiva atravesó el puente de barcas. Trescientos pasos de despedida para los discípulos y de incertidumbre para el maestro. Al entrar en el Castillo se adueñó de él un tormento interior. Sabía que comenzaba un tiempo de interrogatorios sin sentido, de acusaciones veladas, de tortura espiritual, de soledad. Le confortaban su fe y la confianza en sus amigos del cabildo, que conocían su honradez y su rectitud. Pero esto no le ocultaba nubarrones de dudas. Tiempo al tiempo, entre las gentes de Sevilla el espíritu de Constantino comenzaba a abatirse; el entusiasmo se hizo miedo, confusión, aun habiendo promovido antes algaradas ante los muros de Triana. Y no tardó mucho la masa en ponerse de parte de la Inquisición hasta con coplas como esta: “Viva la fe de Cristo / y la Santa Inquisición, / y quemen a Constantino / por perro engañador”.

(Boletín informativo de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, nº 3, diciembre, 2008)